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COMPETIR Y COOPERAR

Uno de los recuerdos más hermosos de mi vida tiene que ver con el premio que mi hijo recibió como deportista durante su pubertad.  Por entonces era alumno de la Asociación Nacional de Futbolistas y jugaba en uno de sus equipos. El día de la entrega de trofeos, los muchachos premiados fueron desfilando ante el público. Se concedieron numerosos galardones, entre ellos al mejor jugador y al mayor goleador de la categoría. Al final de la ceremonia se anunció el premio al mejor compañero y allí estaba él para recibirlo.

 En aquella Asociación, destinada a formar a los niños como personas y como deportistas, se concedía una especial importancia a la cooperación. Tal vez porque siendo sus miembros futbolistas profesionales, eran conscientes de que los grandes compañeros son el alma de los grandes equipos. Cuando entre los integrantes de un colectivo no aflora el compañerismo, este sólo puede aspirar a la mediocridad.

Competir y cooperar son dos filosofías tan necesarias que no debieran excluirse. No obstante, desde la infancia se educa más para competir que para ayudar.  En ocasiones parece como si ayudar fuese algo más propio de personas poco capacitadas o menos brillantes intelectualmente, incluso una muestra de flaqueza que obstaculiza el camino del éxito. Los individuos con un espíritu eminentemente competidor pueden llegar a creer que el cooperador es un perdedor nato, que le falta talento o es adversario fácil.

Competir nos permite desarrollarnos individualmente y progresar a nivel colectivo, aunque también puede desembocar en comparaciones que dañen la autoestima o conducir a un individualismo endiosado y devastador. La vanidad humana no conoce límites y el hombre, como anticipaba Hobbes, es un lobo para el hombre.

Sin intención de transpolar estas reflexiones al ámbito político, huelga decir que con más cooperación y menos competencia, no estaríamos viviendo la actual situación de crisis económica que se cobra de todos nosotros su propio tributo, bien sea con el desempleo, el hambre, la bancarrota o los salarios, simplemente porque, consciente o inconscientemente, hemos contribuido a crearla.

En un entorno tan globalizado como el actual todos estamos conectados. El bienestar, la desgracia, la alegría y la tristeza provocan un importante efecto dominó. Hoy es difícil sostener que el progreso de alguien pueda construirse a costa del sufrimiento ajeno, porque hoy, más que nunca, somos conscientes de nuestros talentos y habilidades personales y también de los del resto de individuos y sabemos que ninguna vida debería valer más que otra.

Puesto que todos somos competentes en algo o para algo, está bien que nos ejercitemos en identificar y desarrollar esas competencias, pero sin perder de vista que nuestros talentos nada valen sin el talento y la cooperación del resto de individuos.

Respetar el talento ajeno y colaborar con los demás para lograr un resultado mejor, esa es la filosofía que conduce a una maximización de resultados, porque en ese comportamiento va implícito el valor de la ganancia colectiva.

La sociedad no debería premiar a los competidores que actúan de espaldas al interés común, a quienes tratan con desprecio o desconsideración a los demás, a las personas “enfermas” que llegan a obsesionarse tanto con ganar y ser perfectos  como para atentar contra su vida o intoxicar y desquiciar la del resto o a quienes actúan sin escrúpulos, ni convicciones morales.

Cuando la excelencia de una persona se construye y se cimenta sobre el daño a los demás, o sobre su fracaso, es más un virus exterminador que una fuente de desarrollo y progreso colectivo.

A la hora de competir cada uno de nosotros debería preguntarse qué puede hacer por el bienestar colectivo, como puede ayudar a él con su talento individual y su causa de vida. No es estrictamente necesario derrotar a otros o compararse con ellos para ser competente.

Competir y cooperar no son términos excluyentes sino que deberían ir de la mano para lograr ese resultado óptimo.

Cada uno de nosotros puede conseguir su pequeño resultado individual, pero es la suma de resultados  lo que marca una diferencia. Para ello no basta con competir,  hay  que hacerlo con una mentalidad cooperadora.

Es fácil y cómodo culpar a otros de cómo funciona el mundo, pero lo cierto es que cada cual tiene su parte de responsabilidad. Sobre esa parcela de responsabilidad que nos corresponde a cada uno, es dónde podemos y debemos actuar.

“En verdad”, dice Wayne Dyer, “no puedes crecer y desarrollarte si sabes las respuestas antes que las preguntas”.

¿Qué tal si para acometer esa responsabilidad comienzas por hacerte preguntas?.  Pregúntate, por ejemplo, cuantas veces en tu día a día reproduces a pequeña escala esos comportamientos que luego criticas. Pregúntate qué puedes hacer por el bienestar colectivo o cómo vas a educar a tus hijos para contribuir a qué todos ganen.

El cambio, ya lo sabes, empieza por uno mismo.

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