Soy de las que piensan que tú haces el sueño, y cuando se cumple, es el sueño quién hace a tí.
Después de veinticinco años sin correr más que para llegar a tiempo y cumplir mis compromisos, se me ocurrió la idea de participar en una carrera popular de diez kilómetros.
Carrera Urbana de la Salud. Eso decía el poster del gimnasio. Y me formulé la pregunta.
¿Tenía yo salud?. Debo reconocer que no. Había consumido buena parte de mis reservas de ferritina y estaba bajo tratamiento médico. Andaba entrada en kilos y a pesar de aplicarme diferentes dietas el cuerpo se resistía a perder grasa.
Por si fuera poco, era un típico ejemplo de sedentarismo. Más de doce horas al día en posición sentada, trabajando, estudiando o haciendo vida social; y con aficiones tan “estáticas” como la lectura, la escritura, el cine o internet. Para curarme en salud, y si el cansancio no hacía mella, acudía al gimnasio dos veces por semana.
Con esta rutina y una vida llena de exigencias profesionales y académicas, me notaba escasa de fuerzas y de frescura mental. La carrera me brindaba una oportunidad de recuperar la salud y me inscribí sin pensarlo.
Aunque este fuese mi primer motivo, pronto descubrí que cuando comienzas a correr surgen otros muchos.
Rodar a primera hora de la mañana por el paraje de la Dehesa de Navalcarbón es un privilegio. Respiras la fragancia de los piñoneros y percibes las tonalidades rojizas del horizonte durante el amanecer. En el camino descubres búnkeres y fortines de la guerra civil, vestigios del canal, obra de Carlos III, que pretendía conectar el Guadarrama con el Guadalquivir y puentes de madera con diseños de cuento. Escuchar el ritmo de tu respiración y el ruido de las zapatillas al mezclarse con el tamborileo de los picapinos, te hace sentir parte de la naturaleza.
Para un ratón de oficina como yo, nada mejor que trotar y respirar aire puro. La sensación de libertad alimenta tu zancada y pone alas en tu corazón. Cuando corres, el silencio de las horas tempranas te sume en un remanso de paz. Las tensiones se disipan y los problemas se vuelven triviales.
Pero quizá lo más reconfortante es disfrutar ese camino que te conduce a la carrera. Dia a día percibes como aumenta tu energía, como el cuerpo se fortalece marcando y definiendo sus músculos, como tu metabolismo se acelera; notas que ganas tiempo al crono y superas tus barreras físicas y mentales; experimentas como tu alegría, tu agilidad, tu rendimiento profesional y personal, tu autoestima y tu sentido del humor se expanden.
No accedes gratuitamente a estos beneficios. Los músculos han de acostumbrarse a las nuevas exigencias y después superarse. Has de ser constante e incrementar progresivamente la intensidad y repetición del ejercicio, pero sabes que cada gota de sudor es un logro, un paso más hacia tu mejora.
Disfrutar y esforzarte no impide que estes expuest@ a tus gremlins. A menudo una voz interior me repetía lo cansada y desentrenada que estaba. Cuando sentía dolor, me susurraba que no podría competir o me hacia ver que todo era una locura y lo mejor era olvidarse.
Aunque soñaba con una buena marca, mi verdadero objetivo era cruzar la línea de meta. Para una corredora inexperta como yo, no había mayor reto para probar que me había tomado en serio el camino hacia mi salud.
La mañana de la carrera soplaba un viento ligero muy propicio. El cielo estaba despejado y el sol amenazaba con ser persistente. Apoyé la pierna derecha sobre el césped artificial del campo de fútbol y me percaté de que el dolor que me había molestado durante varios días seguía allí. No eran buenas noticias. Uno de los fisioterapeutas dispuestos por la organización tanteó mis piernas.
-Parece una sobrecarga- comentó -si ves que duele, párate-.
No es fácil asimilar la palabra “párate” cuando durante un mes has dedicado 3 horas diarias a lograr tu forma física para la competición. Quieres llegar, y diría más, casi no te importa cómo. Una especie de locura transitoria se apodera de ti y cierra tu entendimiento a cualquier posibilidad que no pase por lograr tu objetivo.
Sobre el tartán comenzaron los calentamientos y comprobé que estaba rodeada de atletas. La mayor parte de los más de 380 competidores exhibían un físico y una musculatura trabajada. Por primera vez consideré la posibilidad de llegar en última posición. Y me pareció una posibilidad realmente cercana, dadas las circunstancias.
De modo que tomamos la salida y yo fui sintiendo los pinchazos de mi rodilla con cada zancada. Permanecí atrás para centrarme y coger mi ritmo. Sabía que era un error tratar de seguir a otros y mucho más si no estaba en las mejores condiciones. La carrera terminaría haciendo su selección natural. A los tres minutos de la salida ya había perdido de vista el grupo de cabeza. Podían ser unas doscientas personas. El pelotón de cola se había estirado como un acordeón y después fragmentado en grupos más pequeños hasta convertirse en individuos que trotaban en solitario.
El recorrido era duro. Aunque había entrenado por algunos sectores de la Dehesa, pronto descubrí que las pendientes de los entrenamientos se mantenían y las bajadas eran pendientes. El trazado de la carrera bordeaba la Dehesa y luego zigzagueaba por dentro en tono ascendente.
Los primeros ocho kilómetros fueron de subida con llanos ocasionales. En el kilómetro cuatro me percaté de que estaba jadeando. Era pronto para cansarse. Con los nervios había perdido el control de mi respiración. Tenía el corazón en la boca y la pendiente se hacía cada vez más pronunciada. Un sol abrasador consumía el oxígeno. La rodilla pinchaba. Algunos participantes comenzaron a sobrepasarme. Era uno de esos momentos críticos en los que sientes que todo se derrumba y ya no puedes más. Yo quería resurgir y conversaba conmigo misma. “Vamos, vamos no me falles ahora. Tú puedes. Mueve esas piernas. Es pronto para rendirse”.
Al levantar la vista divisé un llano tras el repecho y me concentré en llegar hasta él. Era mi premio por coronar. Una vez allí troté con decisión y sobrepasé a varios corredores. Mi respiración estaba bajo control. Velocidad y ritmo constante. “Bien, lo estás haciendo muy bien”.
Más allá de la arboleda por la que discurría el sendero en planicie, el terreno se inclinaba como el lomo de un tobogán para después volver a empinarse. Era un trecho rompepiernas, en el que la alternancia de subidas y bajadas impedía mantener un ritmo constante. Al poco volvió la pendiente por un camino arenoso y expuesto al terco sol. Me estaba fatigando de nuevo. Mi cabeza echaba humo. Buscaba aferrarme a la exigua sombra que proyectaban los piñoneros y tropecé. Afortunadamente logré sobreponerme antes de tocar el suelo, pero sentí dolor. Una corredora esquivó mi tropiezo para rebasarme. Mi moral se resintió. Cerré lo ojos, hice un esfuerzo por respirar hondo y me coloqué de nuevo por delante. Para tomar distancia cambié el ritmo durante unos minutos. Tenía más amor propio que fuerza.
Pronto divisé los puestos de avituallamiento. Había llegado a la mitad del recorrido. Tomé una botella de agua, bebí un trago largo y lancé el envase en una papelera. Quería liberarme de cualquier peso. En el kilómetro siete comprendí que había cometido un error. Tras coronar la cuesta más empinada y prolongada de la prueba, mi boca se volvió esparto. Buscaba con lengua de trapo la humedad de mi propio sudor y tenía la sensación de estar a punto de desfallecer. Me sentía débil y reventada por un sol implacable. Sólo tenía ojos para buscar agua.
Delante de mí un participante había cambiado el trote por la caminata. Tenía las manos vacías y daba pasos muy cortos, como si estuviese exhausto. Entonces reparé en un providencial perrito que husmeaba junto a un árbol. Por el tronco surgió la estampa de su dueño con una botella de agua. Le pedí un poco, y al ver mi rostro desencajado, me la ofreció entera. Bebí. Un trago largo y profundo que redujo el líquido a la mitad. Me nacieron las fuerzas y sobrepasé a dos corredores. Un cartel anunciaba que había llegado al kilómetro ocho. Las piernas estaban débiles, pero yo aceleraba. Estaba a dos kilómetros de mi sueño.
Debería haberme alegrado de que los últimos dos mil metros transcurriesen cuesta abajo, pero en mis circunstancias cada golpe contra la tierra polvorienta era un calvario; cuanto más apoyaba el peso del cuerpo, más dolor experimentaba. Tuve que frenar la inercia de la caída para amortiguar el impacto. Reducir el ritmo no me preocupó. Ya estaba. Un poco más y ya estaba. Sólo un poco más. Sólo eso importaba. Apreté los dientes y respire lento y profundo. Las copas de los árboles creaban un paraguas que proyectaba su sombra a lo largo de todo el descenso. Por primera vez sentí un ligero soplo de aire abanicándome.
Entre los últimos pinos del recorrido divisé nuevamente el estadio. No tardé en atravesar el acceso que permanecía abierto y desembocar en el tartán de la pista de atletismo. Surgieron aplausos y palabras de ánimo. Aceleré con más ilusión que potencia hasta el límite de mis fuerzas. Puede que más allá, porque lo dí todo.
Al plantar el pie en la línea de llegada, mi tiempo se iluminó en el cronometro electrónico. 1 hora, 15 minutos y 6 segundos.
Mi posición fue la 302 entre las 314 personas que no abandonaron. La mujer número 35 en cruzar la meta, pero eso carecía de importancia. No era más que un final que abría un comienzo.
El sueño de llegar se había cumplido y yo estaba féliz de haber entrado en la meta después de veinticinco años.
Comprendí que los retos son algo muy personal y lograrlos no resulta cómodo, ni seguro; exige hacer las cosas de forma diferente y mejor de lo que normalmente las hacemos; exige creer en uno mismo e incluso aventurarse.
Como decía el general Mc Arthur, no hay seguridad en esta tierra, sólo oportunidad.
Vi la oportunidad de correr para cambiar mi vida y unos hábitos poco saludables. No tuve todo a favor, ni participé en las mejores condiciones, pero aprendí lo que debo y no debo hacer y descubrí de lo que era capaz allí y en aquel momento.
Correr era mi reto.