Venus tenía claro las tres cosas que no deseaba en su vida y sabía que no iba por buen camino… .
Le costaba llegar a fin de mes, padecía una media de cuatro catarros al año y se había convertido en lo que ella misma denominaba “un imán de capullos”.
No era de las que se rendían ante la evidencia. Había puesto en práctica numerosas estrategias para luchar contra aquello. Todo en vano, porque los resultados que no deseaba se repetían una y otra vez.
Caminaba imbuida en aquel pensamiento cuando escuchó una voz dulce y madura que le resultaba familiar:
-Venus, ¿eres tú?-
No podía creerlo. Entre cientos de viandantes, acaba de coincidir con su antigua profesora de Filosofía, la señorita Merche. Aquello sí que era casualidad.
-Todo cambia, nada permanece- exclamó la señorita con una sonrisa, esperando que Venus la reconociese por completo.
-Ah señorita Merche. ¡Qué alegría!- sonrió Venus –veo que se acuerda de cuánto me gustaba ese filósofo. ¿Cómo está?-
-Oh muy bien Venus, disfrutando de la vida. ¿Cómo estás tú?-
La señorita Merche tenía la rara cualidad de desarmarla a una. Si te habías puesto la careta de “soy feliz”, su mirada encendida la derretía. De modo que Venus sintió en su rostro el fuego de aquellos ojos y a duras penas logró reprimir el llanto. Para hacerlo tuvo que pensar en lo efectos que el rímel mojado produciría en su aspecto.
Ella, la señorita, debió advertirlo. Lo intuía por que acarició su brazo con la palma de la mano, cómo solía hacer antaño cuando la Venus adolescente se enfurecía en el Instituto tras errar en la respuesta. Por eso y porque la retiró cuidadosamente a un lado del tumulto que amenazaba con llevarlas en volandas y le pidió con voz de susurro que la tutease.
La señorita Merche y Venus acabaron tomando café en un lugar que la maestra describió como el tugurio favorito de su difunto marido. Una conocida franquicia de cafeterías que Venus evitaba porque en su adolescencia, con su novio de entonces y tras recibir la cuenta, pasó dos eternos minutos sospechando que fregarían los platos. Providencialmente él encontró las veinte pesetas que restaban en un bolsillo de su memorable camisa a cuadros. Habían transcurrido veinte años y todavía se veía capaz de reproducir aquellos cuadros con todo lujo de detalles.
Con la señorita Merche prestándole atención, Venus se enredó en un apresurado monólogo.
Poseía un buen trabajo como siempre había deseado, pero el dinero le quemaba las manos. Cuando tenía un billete sentía la imperiosa necesidad de soltarlo, aunque fuese el último. Y sobre todo si era el último. Precisamente desprenderse del último le producía un placer especial que no sabía muy bien a qué achacar. La profesora interrumpió su discurso para sugerirle que le pusiera un nombre a aquel sentimiento. Le sonó raro, pero lo llamó “atracción al vacío”.
-¿Y de dónde crees que te viene esa atracción al vacio?- inquirió.
-Mi madre decía que los ricos suelen ser mala gente. A mí no me lo parece, pero a veces me surgen dudas-
Observó que la señorita Merche parpadeaba en silencio.
Le comentó que cuando visitaba a su médico este insistía en decir que gozaba de una salud de hierro. Claro que ella no lo sentía así por más que los análisis demostrasen lo contrario. ¿Por qué entonces me acatarro tanto? inquiría con vehemencia. El doctor tenía la costumbre de responder con otra pregunta. ¿Tú qué crees?. ¡Menuda tontería!. Lo que ella creía…; ¿De qué iba aquel doctor?. Bien es verdad que si el catarro no llegaba, ella, Venus, se notaba rara y comenzaba a beber coca colas frías con mucho hielo y a utilizar ropas de poco abrigo en pleno invierno. La señorita insistió en que le pusiera un nombre a su reacción. Lo llamó “desafío a la salud de hierro”.
Antes de que Venus pudiera continuar, la señorita Merche se adelantó con una pregunta:
-¿Y qué es eso que llamas “imán de capullos”?-
Venus la miró perpleja.
-¿Cómo lo sabes?-
-Lo dijiste cuando caminabas- comentó la profesora- Sospecho que ibas hablando sola. Esa frase me hizo reconocerte entre la multitud-
Rebobinó las sensaciones negativas que asociaba con aquella afirmación. Se detuvo en las conclusiones. Jamás había mostrado el más mínimo interés por los hombres realmente interesados en ella. Le parecían aburridos o demasiado perfectos. No perdía ni un minuto en su compañía. Sentía una pereza atroz. Imaginaba una vida sin altibajos, sin la emoción de los arrebatos y las putadas. Una vida… ¿apacible, respetuosa y eterna a su lado?. Y por otra parte, ¿les gustaría a esos hombres como era ella?.
-¿A quién le benefician ese tipo de relaciones?- preguntó la señorita.
-A mí no por supuesto, aunque también hay algo dentro de mí que me lo pide como si se tratase de..- Venus buscaba la palabra, pero la señorita Merche se adelantó de nuevo:
-¿Una adicción?-
-Justo- respondió Venus contenta por la puntualización- Adicción a lo que me perjudica-
La señorita Merche tomó un sorbo de café y repentinamente frunció el ceño como si algo no le hubiera quedado claro.
-¿Qué quieres decir exactamente?- preguntó
Venus se esforzó un poco más:
-A veces quiero lo que me perjudica y no lo merezco- dijo
-¿Estás segura, verdad?. ¿Serías capaz de repetir lo que no quieres?-
Venus reflexionó si acaso se habría perdido en la inteligencia de su antigua profesora o era ella, la profesora, quién estaba perdida. Lo cierto es que le costaba comprender a dónde quería llegar. Claro que a juzgar por lo que acababa de contarle, tampoco se consideraba la persona adecuada para decidir si se trataba de una u otra cosa o tal vez de algo diferente. Repitió lo que ya sabía con los ojos cerrados:
-No quiero acatarrarme, ni atraer capullos, ni tener dificultades con el dinero porque no me lo merezco-
La señorita Merche miró su reloj.
-¿Te importa que te invite?. Tengo que irme ya, aunque antes me gustaría dejarte mi teléfono-
Venus asintió. La profesora mostró una cordial sonrisa:
-Me ha encantado coincidir con mi mejor alumna. De verdad que te veo estupenda. Estoy orgullosa de ti. Y he pasado una tarde genial –
Venus se vio así misma como una mujer desconcertada tratando de contrarrestar el efecto sorpresa. Para ello sólo contaba con una leve sonrisa. Conforme a lo que le había narrado, no llegaba a comprender que su antigua profesora pudiese sentirse orgullosa. Por cierto, ¿cuándo había sido ella, Venus, su mejor alumna?.
Abandonaron a paso lento la cafetería que por diferentes motivos tan especiales recuerdos les traía a ambas. En el fragor de la avenida se despidieron con un estrecho abrazo. Habían quedado en llamarse, pero al intentar hacer un giro para proseguir su trayecto escuchó de nuevo la inconfundible voz de la señorita:
-¿Venus?-
Se volvió a mirarla.
-¿Qué es lo que quieres?- le preguntó
-¿Lo que quiero?- inquirió Venus confundida.
-Si. Me dijiste lo que no querías, pero ¿qué es lo que quieres?-
-Pues vivir holgadamente, tener salud y enamorarme de un buen hombre-
Venus quedó pensativa unos instantes, meditó sobre el efecto que producía en ella lo que acababa de decir. Formulado en positivo su propósito adquiría una fuerza e intensidad especiales.
-¿Te centraras en eso?- inquirió la señorita
Asintió.
-¿Sabes porque eres mi mejor alumna?-
-No- respondió arqueando las cejas. Se preguntaba con qué saldría ahora aquella anciana tan perspicaz. Sin duda era una caja de sorpresas.
-Nadie se baña dos veces en el mismo río…- dijo y calló como si hubiera colocado las palabras que omitía al borde de un precipicio.
Era una frase de Heráclito, aunque Venus no estaba segura de recordarla de memoria, por eso la formuló como una pregunta:
-¿porque todo cambia en el río y en el que se baña en el?-
-Exacto- dijo la profesora –sabía que tú lo recordarías. Tú sí-
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